domingo, 25 de febrero de 2007

Hacen falta sacerdotes. (Un capítulo de Les Misérables)

II

El señor Myriel se convierte
en monseñor Bienvenido
El palacio episcopal de D. estaba contiguo al hospital, y era un vasto y hermoso edificio
construido en piedra a principios del último siglo. Todo en él respiraba cierto aire de
grandeza: las habitaciones del obispo, los salones, las habitaciones interiores, el patio de
honor muy amplio con galerías de arcos según la antigua costumbre florentina, los
jardines plantados de magníficos árboles.
El hospital era una casa estrecha y baja, de dos pisos, con un pequeño jardín atrás.
Tres días después de su llegada, el obispo visitó el hospital. Terminada la visita, le
pidió al director que tuviera a bien acompañarlo a su palacio.
-Señor director -le dijo una vez llegados allí-: ¿cuántos enfermos tenéis en este
momento?
Veintiséis, monseñor.
-Son los que había contado -dijo el obispo.
-Las camas -replicó el director- están muy próximas las unas a las otras.
-Lo había notado.
-Las salas, más que salas, son celdas, y el aire en ellas se renueva difícilmente.
-Me había parecido lo mismo.
-Y luego, cuando un rayo de sol penetra en el edificio, el jardín es muy pequeño para
los convalecientes.
También me lo había figurado.
-En tiempo de epidemia, este año hemos tenido el tifus, se juntan tantos enfermos; más
de ciento, que no sabemos qué hacer.
-Ya se me había ocurrido esa idea.
-¡Qué queréis, monseñor! -dijo el director-: es menester resignarse.
Esta conversación se mantenía en el comedor del piso bajo.
El obispo calló un momento; luego, volviéndose súbitamente hacia el director del
hospital, preguntó:
¿Cuántas camas creéis que podrán caber en esta sala?
-¿En el comedor de Su Ilustrísima?? exclamó el director estupefacto.
El obispo recorría la sala con la vista, y parecía que sus ojos tomaban medidas y hacían
cálculos.
-Bien veinte camas -dijo como hablando consigo mismo; después, alzando la voz,
añadió: Mirad, señor director, aquí evidentemente hay un error. En el hospital sois
veintiséis personas repartidas en cinco o seis pequeños cuartos. Nosotros somos aquí tres
y tenemos sitio para sesenta. Hay un error, os digo; vos tenéis mi casa y yo la vuestra.
Devolvedme la mía, pues aquí estoy en vuestra casa.
Al día siguiente, los veintiséis enfermos estaban instalados en el palacio del obispo, y
éste en el hospital.
Monseñor Myriel no tenía bienes. Su hermana cobraba una renta vitalicia de quinientos
francos y monseñor Myriel recibía del Estado, como obispo, una asignación de quince
mil francos. El día mismo en que se trasladó a vivir al hospital, el prelado determinó de
una vez para siempre el empleo de esta suma, del modo que consta en la nota que
transcribimos aquí, escrita de su puño y letra:

Lista de dos gastos de mi casa
  • Para el seminario 1500
  • Congregación de la misión 100
  • Para los lazaristas de Montdidier 100
  • Seminario de las misiones extranjeras de París 200
  • Congregación del Espíritu Santo 150
  • Establecimientos religiosos de la Tierra Santa 100
  • Sociedades para madres solteras 350
  • Obra para mejora de las prisiones 400
  • Obra para el alivio y rescate de los presos 500
  • Para libertar a padres de familia presos por deudas 1000
  • Suplemento a la asignación de los maestros de escuela de la diócesis 2000
  • Cooperativa de los Altos Alpes 100
  • Congregación de señoras para la enseñanza gratuita de niñas pobres 1500
  • Para los pobres 6000
  • Mi gasto personal 1000
  • Total 15000
Durante todo el tiempo que ocupó el obispado de D., monseñor Myriel no cambió en
nada este presupuesto, que fue aceptado con absoluta sumisión por la señorita Baptistina.
Para aquella santa mujer, monseñor Myriel era a la vez su hermano y su obispo; lo amaba
y lo veneraba con toda su sencillez.
Al cabo de algún tiempo afluyeron las ofrendas de dinero. Los que tenían y los que no
tenían llamaban a la puerta de monseñor Myriel, los unos yendo a buscar la limosna que
los otros acababan de depositar. En menos de un año el obispo llegó a ser el tesorero de
todos los beneficios, y el cajero de todas las estrecheces. Grandes sumas pasaban por sus
manos pero nada hacía que cambiara o modificase su género de vida, ni que añadiera lo
más ínfimo de lo superfluo a lo que le era puramente necesario.
Lejos de esto, como siempre hay abajo más miseria que fraternidad arriba, todo estaba,
por decirlo así, dado antes de ser recibido.
Es costumbre que los obispos encabecen con sus nombres de bautismo sus escritos y
cartas pastorales. Los pobres de la comarca habían elegido, con una especie de instinto
afectuoso, de todos los nombres del obispo aquel que les ofrecía una significación
adecuada; y entre ellos sólo le designaban como monseñor Bienvenido. Haremos lo que
ellos y lo llamaremos del mismo modo cuando sea ocasión. Por lo demás, al obispo le
agradaba esta designación.
-Me gusta ese nombre -decía: Bienvenido suaviza un poco lo de monseñor.

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