domingo, 4 de enero de 2009

Moral, perdón y expiación: el centro personal de la reforma


Miremos un momento, antes de proseguir, todo lo que hemos sacado a la luz hasta aquí. Hemos hablado de una doble acción de "quitar", de un acto de liberación, que es doble: de purificación y de renovación. (...)

Ahora tenemos que dar otro paso y aplicar todo esto no ya a un nivel genérico y objetivo como hasta aquí, sino al ámbito personal. En la esfera personal también es necesario un "quitar" que nos dé la libertad. En el plano personal no siempre la "forma preciosa", es decir la imagen de Dios, salta a la vista. La primera cosa que vemos es la imagen de Adán, la imagen del hombre no destruido completamente, pero de todos modos decaído. Vemos el polvo y la suciedad que se han posado sobre la imagen. Todos nosotros necesitamos al verdadero Escultor, que quita lo que empeña la imagen; necesitamos el perdón, que es el núcleo de toda verdadera reforma. No es una casualidad que en las tres etapas decisivas de la formación de la Iglesia que relatan los Evangelios, el perdón de los pecados haya tenido una función de primer orden.

Si leemos con atención el Nuevo Testamento, descubrimos que el perdón no tiene en sí mismo nada de mágico; pero tampoco es un fingir olvidar, no es un "hacer como si no", sino que es un proceso de cambio completamente real, como el que desarrolla el Escultor.

Quitar la culpa significa verdaderamente remover algo. El acontecimiento del perdón se manifiesta en nosotros por medio de la penitencia.
En este sentido el perdón es un proceso activo y pasivo:
la potente palabra creadora de Dios obra en nosotros el dolor del cambio y llega a ser así un transformarse activo. Perdón y penitencia, gracia y conversión personal no están en contradicción, sino que son dos aspectos del único e idéntico acontecimiento. Esta fusión de actividad y pasividad expresa la forma esencial de la existencia humana. En efecto, nuestro crear empieza con el ser creados, con nuestro participar en la actividad creadora de Dios.

Aquí hemos llegado a un punto verdaderamente central: creo que el núcleo de la crisis espiritual de nuestro tiempo tiene sus raíces en el oscurecerse de la gracia del perdón. Pero notemos antes el aspecto positivo del presente: la dimensión moral comienza nuevamente, poco a poco, a ser tenida en consideración. Se reconoce, es más, ha llegado a ser algo evidente, que todo progreso técnico es discutible y en última instancia destructivo, si no le corresponde un crecimiento moral. Se reconoce que no hay verdadera reforma del hombre y de la humanidad sin una renovación moral. Pero la moralidad se queda finalmente sin energías, pues los parámetros se escoden en una niebla densa de discusiones. El hombre no puede soportar la moral pura y simple, no puede vivir sin ella: ella se convierte para él en una "ley", que provoca el deseo de contradecirla y genera el pecado. Por eso cuando el perdón, el verdadero perdón pleno de eficacia no es reconocido y no se cree en él, la moral ha de ser marcada de modo tal que las condiciones de pecado para cada hombre no puedan producirse. Genéricamente es posible afirmar que la actual discusión sobre la moral tiende a liberar a los hombres de la culpa, haciendo que no presenten nunca las condiciones de dicha posibilidad. Viene a mi mente la frase mordaz de Blaise
Pascal: "Ecce patres, qui tollunt percata mundi!". Según estos "moralistas", ya no existe la culpa.

Está claro que esta forma de liberar al hombre de la culpa tiene un costo muy barato. Los hombres liberados del pecado de esta forma saben muy bien dentro de ellos que esto no es verdad, que el pecado existe, que ellos mismos son pecadores y que debe existir un modo efectivo de superar el pecado. Jesús no llama a quienes ya se han liberado del pecado con sus propias fuerzas y que por esta razón consideran que no tienen necesidad de Él, sino que llama a quienes se reconocen pecadores y que por tanto tienen necesidad de Él.

La moral conserva su seriedad sólo si existe el perdón, un perdón real, eficaz; de lo contrario, es sólo una pura potencialidad. Pero el verdadero perdón existe si existe el "precio de la compra", el "equivalente en el cambio", si la culpa fue expiada, sí existe la expiación. La circularidad que existe entre "moral-perdón-expiación" no se puede fragmentar: si falta un elemento desaparece el resto. De la existencia indivisible de este círculo depende que haya rendición o no para el hombre. En la Torá, en los cinco libros de Moisés, estos tres elementos están entrelazados indivisiblemente y no es posible separar este centro compacto del canon del Antiguo Testamento, siguiendo un criterio de la Ilustración, del resto de la historia pasada. Esta modalidad moralista de actualización del Antiguo Testamento termina necesariamente fracasando; justamente en este punto radicaba el error de Pelagio, que hoy tiene más seguidores de lo que parece. Jesús, por el contrario, cumplió con la Ley, no sólo con una parte de ella, y de este modo la renovó desde la base. El mismo, que padeció expiando todos los pecados, es expiación y perdón a la vez, y por ende la base única, segura y siempre válida de nuestra moral.

No se puede separar la moral de la cristología, porque no se puede separar de la expiación y del perdón. En Cristo toda la Ley se cumplió; de ahí que la mora se haya convertido en una exigencia verdadera y factible para todos nosotros. A partir del núcleo de la fe se abre así cada vez más la vía de la renovación para cada uno de nosotros, para la Iglesia en su conjunto y para la humanidad.


En este año nuevo que promete tanta renovación, este fragmento de J. Ratzinger me parece por demás esclarecedor. Hemos cometido, todos, faltas que no han sido superadas aún, salvo por ese "autoengaño" de haber superado la culpa. La expiación es necesaria para poder comenzar de nuevo, efectivamente no hay un "borrón y cuenta nueva" que valga.

Empíricamente, pienso en casos como el del hombre que debió vivir solo bajo un régimen de explotación para poder equilibrar su moral tras una profunda caída, en la mujer que debió enfrentarse a sus temores para poder superar el fango de dolores que el miedo le provocó, en la otra mujer que debió regresar a su casa con un rostro de vergüenza esperando un nuevo intento, en el otro hombre que debe reconocer su debilidad para poder apegarse nuevamente a la conciencia de la verdad y no de la autojustificación... por poner sólo unos ejemplos.

Definitivamente este será un nuevo año. Un 2009 se asoma con rostro de renovación. Pero depende de nosotros, de entender el círculo del que habla Ratzinger para poder ascender en esta espiral virtuosa hacia nuestra Salvación.

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